Alguien está celoso
y no soy yo. Si vienes a mí la noche del 25 de diciembre, estando ya tan lejos, es porque tú también me estás llamando. Lo que somos se nombra con la palabra distancia, la más real y duradera. Alguien está celoso y no soy yo. Él cree que vendrás con toda tu fuerza, como en aquellos días. Cree que me reclamaste entonces solo para poder volver y quedarte para siempre, que soy tu rehén silente porque tienes también mi voluntad. Pero dentro, en la verdad, tú y yo no existimos. Tú y yo hicimos un pacto con los ojos cerrados. Tú sabes bien que si me pinchas con una aguja no traspasarás mi piel. Tú sabes que si te sueño no recordaré ni un gesto al día siguiente. Ahora que te veo desde la pantalla, y tu voz es solo un silbido imaginado no puedo tocar más la música de nuestros cuerpos. Y si vuelas de visita a mi casa, abriré la puerta y las ventanas para que veas con claridad que ya no te temo, ya no te quiero, ya no te sigo. Al santo enfermo Nos llenamos de días que pasan.
Los afectos se aferran a palabras. Las atajo todas en el aire. Las aprendo a querer. Unas letricas mal puestas, un mensaje sin alma. Así las describí en el pasado. Hoy sé que no tienen el poder de sanar. Pero sí de traernos de vuelta. A la 1:30 de la tarde confirmaron la muerte de Carlos Moreno. Hasta entonces desconocía su nombre, pero sabía que había recibido un disparo en la cabeza y que era un adolescente. Recuerdo a la señora de cabello castaño que caminaba hacia nosotros vociferando: “¡Lo mataron, coño! ¡Sólo tenía 17 años! ¡Coño de su madre!”. Fue el primer asesinato en las protestas del 19 de abril, cometido a 1,4 kilómetros de la Defensoría del Pueblo, en la plaza La Estrella de San Bernardino. Vi el charco de sangre sobre el asfalto. Su sangre. Un señor intentó limpiar el suelo con una tela blanca y se rindió al instante. Alrededor de la mancha roja, como un ritual de despedida, varios vecinos unieron sus manos y entonaron el Himno Nacional. Para entonces, la multitud había iniciado el recorrido por las estrechas calles de San Bernardino, luego de un largo rato en un limbo de decisiones. Tenía mucho miedo. La gente a mi alrededor alzaba la mirada hacia los edificios, buscando algún culpable escondido en las alturas, y cada vez que escuchaba el ronroneo de una moto me dominaba un estado de alerta paranoico: no podía (ni quería) hacer otra cosa que no fuera “estar pendiente”. No aplaudía con el resto, tampoco gritaba consignas. Era terror puro. Algunos especularon que el asesino de Carlos Moreno estuvo oculto detrás de un arbusto antes de dispararle. Un señor de unos 40 años afirmó haber visto lo sucedido y comentó que un hombre a bordo de un vehículo de la Guardia Nacional Bolivariana fue el perpetrador del crimen, y que para confundir a las personas lanzaron una bomba lacrimógena al otro extremo de la plaza.
Del dichoso gas me acuerdo perfectamente. Saqué mi camarita Sony, una fiel compañera de calle desde 2006, y comencé a tomar algunas fotografías para mi registro personal. No tenía ni cinco minutos en la concentración cuando escuché la detonación y vi el gas blanco a pocos metros. La gente temía que estuviéramos rodeados de militares, o que nos viéramos obligados a pasar por el enorme edificio de la Misión Vivienda, cerca de la avenida Vollmer, para poder llegar a la Defensoría. Avanzamos. El paso por la Comandancia General de la Armada Nacional Bolivariana fue traumático. Algunos manifestantes desataron su furia contra el piquete de efectivos apostados en el lugar. “¡Asesinos! ¡Malditos!”, gritaban. Otros pedían cesar los insultos, para no provocar a la GNB y evitar las confrontaciones. En eso parece que los seguidores de la oposición jamás estarán de acuerdo: Unos consideran que la violencia (verbal, física, guarimbera) es la estrategia infalible para “salir de esta vaina”. El resto se aferra a la idea de la resistencia. En las calles, rodeados de guardias que llevan el arma para lanzar lacrimógenas como si esta fuera su juguete favorito, ni siquiera se debate si “la salida” es electoral o si está entumecida esperando despertar en forma de barricada apoteósica. Es un asunto que incluso llega a ser personal. Cada quien tiene sus expectativas. Mientras una de mis tías se detuvo a vociferar como el demonio, sentí que alguien tocó mi hombro. ―No digan que el chamo murió. Está vivo. Era un joven de chaqueta azul, delgado y de expresión inocente. Repetía, con el llanto contenido, que Carlos se recuperaría. ―Está herido, pero va a estar bien… Se lo llevaron al hospital. Él va a estar bien, ya van a ver, claro que sí... estará bien. ―Pero, ¿viste lo que pasó? ―Yo ayudé a cargarlo… A cargarlo en la moto. Lo vi seguir su camino, secando con el puño de su chaqueta sus ojos llorosos. Nosotros también continuamos. Pero no llegamos a la Defensoría. Ni a ningún lado. Cerca del Parque Los Caobos, con la marcha oficialista en el horizonte, la multitud que había llenado las calles de San Bernardino hasta Quebrada Honda se dispersó. “¿Para dónde vamos?”, “los chavistas están en Plaza Venezuela, ¿ahora qué”, “yo al este no voy. Allá no es la lucha”, “¡vamos a Altamira!”. Todos tenían una idea sobre lo que querían hacer. Nadie tenía idea de cuál sería realmente el siguiente paso. Entonces, regresamos a casa. Hablé con mi novio por teléfono y naufragué en una frase cliché: “Tengo sentimientos encontrados”. Abrí el Twitter en mi celular, bendecida nuevamente por el siempre amado WiFi, y las fotografías de la autopista Francisco Fajardo llena de manifestantes opositores me subieron los ánimos que habían quedados frustrados. Conforme avanzó la tarde la tragedia se repitió: gente cruzando el río Guaire huyendo de la agresión de los efectivos policiales y militares, heridos de perdigones, detenidos, rumores de una joven fallecida que luego fueron confirmados con fotografías de su cuerpo tendido en el asfalto y un hombre aferrado a él… Carlos Moreno no se recuperó de la intervención quirúrgica en la que intentaron salvar su vida. Vi un video en Twitter en el que reconocí al muchacho de chaqueta azul que, esperanzado, insistía en que había ayudado a trasladar a un sobreviviente hasta el Hospital de Clínicas Caracas y no a un muerto. Pensé en él largo rato. Sentí miedo otra vez. "¿Y qué va a hacer la gente cuando ya no encuentre comida en la basura? Lo que va a pasar es que la delincuencia aumentará. El hambre no juega".
Tengo un asesino a mi lado. Lo sé porque acaba de contarme su crimen. No se trata de una confesión, ni de un secreto, tampoco de un acto desesperado de desahogo. La ausencia de un motivo me da miedo. Me contengo. No puedo manifestar síntomas de pánico. Este homicida no se siente culpable. ¿Alguien más estará escuchando su relato? ¿Por qué me habrá escogido como audiencia de su show? ¿Podría estar mintiendo?
¿Estoy en peligro? Su voz fluye sin vacilaciones. Dice “quebrar”, “bicho”, “cuchillo”, “robo” sin bajar el tono. Recostado en las barandas de la estación del Bus Caracas de La Hoyada, un joven de gorra y chaqueta negra me cuenta que hace cuatro años ganó una pequeña batalla muy cerca de allí, sacudido por el apetito de venganza. Tres golpecitos No hago otra cosa que vaciar mi mente. Miro la hora, repaso mentalmente algunos deberes, observo a la gente que aborda el autobús azul que ronca al otro lado de la calle. Arranca. Allá va mi segunda oportunidad de llegar a la avenida Victoria antes de la 1:30 de la tarde. Lo veo partir hacia mi destino sin mí, mientras espero el Bus Caracas. Los usuarios confiamos en que el servicio de los enormes Yutong, que ya tienen 5 años circulando por la capital, es más seguro. Yo sigo consejo, y me quedo quietecita. Dos elefantes rojos ya pasaron por la estación del bus, pero ambos llegaron cargados de pasajeros amontonados en un manojo de brazos y tetas. Ni siquiera intenté entrar. Suspiro. Examino el paisaje: dos hombres hacen una fogata dentro de una lata escondidos en unos matorrales, un niño con las manos sucias se lleva una chupeta Fresipop a la boca, una pareja de hippies caribeños llega al lugar y todo mundo los mira como si fueran unos bichos de feria, leo el cartel del “Mercado Bolivariano La Hoyada”, justo al frente, y me rio con discreción. No pienso en nada particular. Estoy abstraída, “en lo mío”, cuando siento tres golpecitos, seguidos y acelerados, en mi brazo derecho. ¿Quién me está tocando? Volteo y un chico a mi lado me dice: “Mira a ese que llevan allá”. Entre el desorden de autobuses, gente, vendedores ambulantes de antenas para carros, buhoneros, zombis y otros seres del más allá, dos militares uniformados empujan e insultan a un joven de camisa blanca que tiene las manos atadas. Los tres desaparecen por uno de los pasillos del mercado en la mitad de La Hoyada a la 1:30 pm, sin que nadie note su presencia y su subsiguiente evaporación de este mundo. Ingresa a una zona oscura bajo el techo de zinc del mercadito, una especie de tierra de nadie que tiene pinta de agujero negro, y ahí acaba la historia. El chico que está a mi lado afirma que el joven detenido puede ser un ladrón, que “seguramente lo tenían fichado” porque lo agarraron cuando se bajó del Bus Caracas que estacionó en dirección contraria. ‒¿Sabes la parada de buses de aquí, la de Nuevo Circo? ‒Sí, la que está aquí mismo. ‒¿Sabes que allí hay un quiosco, no? ‒Sí, claro. ‒Y al lado hay un baño, y hay como un espacio ahí muy solo. ‒Ujum ‒Bueno, ahí me robaron. Y esos bichos del quiosco lo saben todo, son unos cómplice’. Esta zona se las trae. Aquí roban todo el tiempo. Así comienza. En menos de 15 minutos ya tengo información sobre su edad, profesión y lugar de residencia. No he hecho ninguna pregunta, todo lo ha soltado solito: que tiene 28 años, trabaja “en la construcción”, y vive en El Cementerio. Él no revela su nombre, y si se le ocurre preguntar el mío yo diré que me llamo Pepita de los palotes. ¿Quién es este muchacho que me da golpecitos en el brazo y me revela su vida? Cuando creí que la cháchara había encontrado un punto muerto, él retomó la historia sobre el día del robo. “Y yo le dije que sí” Me agarraron unos bichos y me quitaron to’. Me dejaron mora’o por aquí (señala las costillas) y yo tenía hasta ganas de llorar. No tenía cómo regresarme a mi casa. Yo en ese momento vivía en La Guaira. Te estoy diciendo que esto fue hace tiempo, hace como 4 años. Bueno… entonces, más abajo, me consigo a otro tipo. “Yo sé quién te robó. Ese es maracucho y no trabaja solo”, me dijo. Y entonces me preguntó: “¿Tú quieres matarlo?”. Y yo le dije que sí. El desquite Al joven le brillan los ojos verdes y gatunos bajo el sol. Está calmado, relajado. Declara sin titubear que mordió el anzuelo al instante. Insiste en que “eso fue hace mucho tiempo”. “Imagínate, yo tenía 24, y era joven, y hacía cosas locas”. Lo miro como si nada. En mi tierra lo llamamos “fingir demencia”. Es la mejor elección ante la posibilidad de reaccionar con un sobresalto, porque el chico ante mí sigue siendo un misterio: puede ser un mal hombre con ganas de asustarme y hacerme daño, o bien puede ser un caso típico de justicieros de la ley del barrio para los que un homicidio es una opción y no un pecado. El hombre que le ofreció las posibilidades de desquitarse con el criminal le prometió que este recibiría su lección tarde o temprano, y le pidió que fuera a La Hoyada todos los días a las 8:00 de la mañana. El entonces joven de 24 años encontró al ladrón al día siguiente. Han pasado 4 años de aquel día, dice el muchacho, y aún se le puede ver la mueca de satisfacción por lo que consideró una gran suerte: su venganza estaba servida 24 horas después de la fechoría. Cuando lo vio solo, sin los hermanos con los que se la pasaba por Nuevo Circo, lo sacó de combate. Supuse que hubo una pelea previa, una escena salvaje de supervivencia y resistencia angustiante, pero el chico evitó los rodeos y se fue directo al clímax, a la victoria. “Y entonces yo le clavé el cuchillo. Y ese hombre cómo sufría, me pedía que no, que no lo hiciera. ¡Pero yo se lo clavé! Y ahí lo dejé. Me llevaron preso, pero me salvé porque uno de los policías era gocho como yo. Claro que los hermanos me estaban esperando, ¡y me dieron coñazo!”. Sólo se me ocurrió preguntarle si el maracucho lo había reconocido. Llegó el Bus Caracas. Al fin. Una señora en silla de ruedas intentaba en vano pasar entre la gente que salía del transporte, como una avalancha de carne y sudor, y la multitud que empujaba en sentido contrario ansiosa de “coronar” un puesto. El joven homicida se ofreció a colaborar. “¡Yo la ayudo señora!”. Me aseguré de que él quedara bien adentro, cubierto de gente en ese autobús de locos, antes de emprender la huida. Rezaba para que no se diera cuenta. Odiaba la idea de que pudiese seguirme con la mirada mientras escapaba, abriéndome paso entre la gente con gesto inexpresivo. Una total póker face. Tomé el bus azul al otro lado de la calle. Me atreví a volver la mirada hacia la estación, para comprobar que el chico se había ido. Me dejé caer sobre el asiento de metal como un globo desinflado, hasta que un adolescente de gorra blanca saltó los torniquetes del bus hacia el pasillo. “Buenas taldes, mire mi gente yo no quiero molestar. Por aquí tenemos los caramelos de coco. Dos por cien, cinco en doscientos. Mire que yo trabajo humildemente y no vengo aquí a pedirle su celular, ni su caltera. No se me asusten”. “Ahora, Dios mío”, me dije mentalmente, “protégeme en este viaje”. Me duele la cabeza. Los síntomas se repiten cada tarde, a eso de 4:00 pm. Podría decir que es una pesadez que empieza en el lado izquierdo de la testa y que se propaga como un latido largo por el resto de la azotea. Se siente como si algo presionara mi cerebro contra el vacío, dejándome en un estado de sopor que me produce fastidio y cansancio. Todo lo que me rodea también colapsa. Una rata del tamaño de un gato, con la cola rosada y repugnante como una lombriz, se mueve sin hacer ruido entre los rieles de la estación Altamira. Un tren vacío pasa frente a nuestras narices y desaparece sin pena ni gloria, mientras el hombre calvo que está detrás de mí susurra una maldición ancestral: “¡Coño de la madre!”. El calor humano que irradia cada pasajero convive con la fría actitud del salvajismo caraqueño (que también se dispara a eso de las 4:00 pm). El Metro de Caracas pone a prueba mi paciencia, y, aunque intento poner resistencia, me uno al circo hostil de la “vida de la calle”, de la desazón colectiva, de la indiferencia sin consecuencias. En resumen: salgo del trabajo y regreso a casa con la conciencia anulada, respirando como un ogro en el medio de una multitud que huele a esmog y a colonia de bebé. Al no poder sentir lo que ocurre a mi alrededor (volvemos al dolor de cabeza), siento lo que llevo dentro: unas ansias locas de llegar a mi cama. Me apoyo en las puertas del metro, de textura pegajosa por el sudor de miles de huellas dactilares. En verdad, no me importa. Entonces, una mujer pide dinero. ¿Qué dice? No le entiendo bien. La veo por un instante. Procuro que no sienta mi mirada curiosa contemplando su cabello rojo y su rostro joven pervertido por la pobreza. Me siento culpable por evitarla, por escudriñar en sus quejas y no tener la voluntad suficiente para aportar algo sin dudar. ¿Qué dice? ¿Será cierto lo que dice? Pide comida. Entonces, llora. Soy una más de esos que intentan no levantar la vista, que actúan como sordos y se esconden en sus libros de autoayuda, en sus revistas de pasatiempos y en las canciones de su iPod tapa amarilla. Una mujer, sentada frente a mí, finge una falsa concentración mientras se lima las uñas. Hacemos un breve contacto visual. Todos miramos al que tenemos al lado, para comprobar que no somos los únicos en el terrible ejercicio de ignorar a la joven mujer que llora porque no ha comido, que lleva a una niña (que también llora) cargada sobre los hombros y a un niño tomado de la mano. Somos todos unos cobardes. Estamos todos decepcionados, pero no nos queremos sentir culpables ni malas personas. Entonces, me dan ganas de llorar. Y no, no miento. Hay una cosa que se quiebra, uno siente cómo la energía baja del pecho a los pies y no quedan ganas ni de tomarse una birra el viernes por la noche, ni de llegar a casa a comerse una arepa, ni de ponerse a escribir intensidades en el blog, ni de contarle a mamá cómo estuvo el día. Antes era fácil convencerse de que la mendicidad era el resultado de una serie de malas decisiones: “Ella está ahí y es sólo su culpa”. ¿Será cierto hoy lo que nos decían nuestros padres? Ella, a quien por alguna razón decidí llamar Jean (tal vez por su cabello rojo, como el de Jean Grey de X-MEN) es la quinta persona que se sube al vagón para pedir lo que sea y está dispuesta a aceptar lo que venga. Y es la tercera mujer que veo circular entre la multitud, atravesando como un fantasma los cuerpos amalgamados dentro del tren mientras expone sus desgracias. Ya con las defensas en cero y la paranoia a mil, salgo al encuentro de la solitaria cuadra entre la estación Parque Carabobo y la sede del Ministerio Público. Aquí vamos. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. En el camino, veo a una mujer con un niño vestido de uniforme preescolar registrando la basura que los restaurantes de La Candelaria depositan en cajas y bolsas en las aceras, procurando dejar los restos de la jornada en un estado más o menos presentable para quienes se quedaron sin opciones. En un país con hiperinflación, empleos mal pagados y escasez de alimentos, no quedan opciones. Unos tenemos la dicha de llegar a casa y encontrar a mamá cocinando una tortilla de espinacas y salchichas. Otros no. Y hay que vivir con eso o volverse locos. La plenitud que uno cree sostener en su mundo de oportunidades se va por el agujero negro de la cotidianidad. No soy de las que vive en una burbuja. En verdad, creo que son muy pocos los que ignoran que afuera la gente tiene hambre pareja y se está muriendo. Si lo ignoran, es porque han decidido poner la realidad a un lado, aunque esta les salga al paso con frecuencia. Y eso es otra historia. De todas maneras, ¿ese es el verdadero debate? No. ¡No me joda hombre! Estoy lastimada y esto no sana. Ya no quiero saber de conversaciones sobre el amor patrio, o si es herejía aborrecer a Venezuela en los post de Facebook, o si El Ávila produce melancolía o si es una cursilería para crear apegos, o si Maduro es o no colombiano, o si Caracas es o no bonita, o si hay que ser optimista como Baute, o si todo está perdido y se fue a la mierda. Ni se diga de los “debates” que pretenden calificar a los que se van y a los que se quedan, y que generan una increíble presión social sobre la gran meta del año: IRSE. Bla, bla, bla. No se trata de la selfie en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía en Instagram ni de la fotografía en la prensa nacional de una madre llorando en la morgue. Simplemente las cosas no están bien. La frustración dejó de ser un mal presagio para convertirse en el escalón final de una batalla personal por la supervivencia. Estoy aquí porque me llamaste.
Escuché el aleteo de tus pestañas entre la multitud. Bebían los amigos y caía la salsa de las hamburguesas sobre las papas fritas más chicas que he visto. La libertad espuma, el gozo juvenil que se desperdicia. En el extremo los ojos que se batían. Yo te escuché. ¿No dudé en ese instante? Cayó un rayo en la mitad del desierto, y fue preciso apagar el fuego. Una pequeña porción del terreno se evaporó, fue alivio verte en la tarea de humectar la polvareda. Alivio bajo el sol que emergía temeroso, desconfiado. ¿Volveríamos a ser los mismos en este desierto picado? La multitud se reúne otra vez, pero me encierro en un nuevo miedo: le temo a los terceros. He notado que bajo su influjo mi pecho y mi garganta se hacen hueco, el frío me congela el estómago. He notado que te vas cuando ya estás muy cansado. Me escondo bajo la chaqueta azul que me regalaste, no quiero que se burlen de mi piel verde y de mis ojos rojos. Tengo fiebre, pero no puedo recurrir a tus actos curativos. Mientras más enfermo por delirios posesivos, más te haces silencio. El destierro gana invicto. Vuelo sobre las cabezas, pero en verdad estoy huyendo. Un rumor me pisa la cola con sus súplicas, desconozco su origen. ¿Aleteas esta vez o te estás despidiendo? |
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Mayo 2020
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BLOGSPOT Indira RojasPeriodista | Caracas, Venezuela Todos los textos publicados en este blog están protegidos por derecho de autor.
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