A la 1:30 de la tarde confirmaron la muerte de Carlos Moreno. Hasta entonces desconocía su nombre, pero sabía que había recibido un disparo en la cabeza y que era un adolescente. Recuerdo a la señora de cabello castaño que caminaba hacia nosotros vociferando: “¡Lo mataron, coño! ¡Sólo tenía 17 años! ¡Coño de su madre!”. Fue el primer asesinato en las protestas del 19 de abril, cometido a 1,4 kilómetros de la Defensoría del Pueblo, en la plaza La Estrella de San Bernardino. Vi el charco de sangre sobre el asfalto. Su sangre. Un señor intentó limpiar el suelo con una tela blanca y se rindió al instante. Alrededor de la mancha roja, como un ritual de despedida, varios vecinos unieron sus manos y entonaron el Himno Nacional. Para entonces, la multitud había iniciado el recorrido por las estrechas calles de San Bernardino, luego de un largo rato en un limbo de decisiones. Tenía mucho miedo. La gente a mi alrededor alzaba la mirada hacia los edificios, buscando algún culpable escondido en las alturas, y cada vez que escuchaba el ronroneo de una moto me dominaba un estado de alerta paranoico: no podía (ni quería) hacer otra cosa que no fuera “estar pendiente”. No aplaudía con el resto, tampoco gritaba consignas. Era terror puro. Algunos especularon que el asesino de Carlos Moreno estuvo oculto detrás de un arbusto antes de dispararle. Un señor de unos 40 años afirmó haber visto lo sucedido y comentó que un hombre a bordo de un vehículo de la Guardia Nacional Bolivariana fue el perpetrador del crimen, y que para confundir a las personas lanzaron una bomba lacrimógena al otro extremo de la plaza.
Del dichoso gas me acuerdo perfectamente. Saqué mi camarita Sony, una fiel compañera de calle desde 2006, y comencé a tomar algunas fotografías para mi registro personal. No tenía ni cinco minutos en la concentración cuando escuché la detonación y vi el gas blanco a pocos metros. La gente temía que estuviéramos rodeados de militares, o que nos viéramos obligados a pasar por el enorme edificio de la Misión Vivienda, cerca de la avenida Vollmer, para poder llegar a la Defensoría. Avanzamos. El paso por la Comandancia General de la Armada Nacional Bolivariana fue traumático. Algunos manifestantes desataron su furia contra el piquete de efectivos apostados en el lugar. “¡Asesinos! ¡Malditos!”, gritaban. Otros pedían cesar los insultos, para no provocar a la GNB y evitar las confrontaciones. En eso parece que los seguidores de la oposición jamás estarán de acuerdo: Unos consideran que la violencia (verbal, física, guarimbera) es la estrategia infalible para “salir de esta vaina”. El resto se aferra a la idea de la resistencia. En las calles, rodeados de guardias que llevan el arma para lanzar lacrimógenas como si esta fuera su juguete favorito, ni siquiera se debate si “la salida” es electoral o si está entumecida esperando despertar en forma de barricada apoteósica. Es un asunto que incluso llega a ser personal. Cada quien tiene sus expectativas. Mientras una de mis tías se detuvo a vociferar como el demonio, sentí que alguien tocó mi hombro. ―No digan que el chamo murió. Está vivo. Era un joven de chaqueta azul, delgado y de expresión inocente. Repetía, con el llanto contenido, que Carlos se recuperaría. ―Está herido, pero va a estar bien… Se lo llevaron al hospital. Él va a estar bien, ya van a ver, claro que sí... estará bien. ―Pero, ¿viste lo que pasó? ―Yo ayudé a cargarlo… A cargarlo en la moto. Lo vi seguir su camino, secando con el puño de su chaqueta sus ojos llorosos. Nosotros también continuamos. Pero no llegamos a la Defensoría. Ni a ningún lado. Cerca del Parque Los Caobos, con la marcha oficialista en el horizonte, la multitud que había llenado las calles de San Bernardino hasta Quebrada Honda se dispersó. “¿Para dónde vamos?”, “los chavistas están en Plaza Venezuela, ¿ahora qué”, “yo al este no voy. Allá no es la lucha”, “¡vamos a Altamira!”. Todos tenían una idea sobre lo que querían hacer. Nadie tenía idea de cuál sería realmente el siguiente paso. Entonces, regresamos a casa. Hablé con mi novio por teléfono y naufragué en una frase cliché: “Tengo sentimientos encontrados”. Abrí el Twitter en mi celular, bendecida nuevamente por el siempre amado WiFi, y las fotografías de la autopista Francisco Fajardo llena de manifestantes opositores me subieron los ánimos que habían quedados frustrados. Conforme avanzó la tarde la tragedia se repitió: gente cruzando el río Guaire huyendo de la agresión de los efectivos policiales y militares, heridos de perdigones, detenidos, rumores de una joven fallecida que luego fueron confirmados con fotografías de su cuerpo tendido en el asfalto y un hombre aferrado a él… Carlos Moreno no se recuperó de la intervención quirúrgica en la que intentaron salvar su vida. Vi un video en Twitter en el que reconocí al muchacho de chaqueta azul que, esperanzado, insistía en que había ayudado a trasladar a un sobreviviente hasta el Hospital de Clínicas Caracas y no a un muerto. Pensé en él largo rato. Sentí miedo otra vez. |
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Mayo 2020
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BLOGSPOT Indira RojasPeriodista | Caracas, Venezuela Todos los textos publicados en este blog están protegidos por derecho de autor.
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