Tengo un asesino a mi lado. Lo sé porque acaba de contarme su crimen. No se trata de una confesión, ni de un secreto, tampoco de un acto desesperado de desahogo. La ausencia de un motivo me da miedo. Me contengo. No puedo manifestar síntomas de pánico. Este homicida no se siente culpable. ¿Alguien más estará escuchando su relato? ¿Por qué me habrá escogido como audiencia de su show? ¿Podría estar mintiendo?
¿Estoy en peligro? Su voz fluye sin vacilaciones. Dice “quebrar”, “bicho”, “cuchillo”, “robo” sin bajar el tono. Recostado en las barandas de la estación del Bus Caracas de La Hoyada, un joven de gorra y chaqueta negra me cuenta que hace cuatro años ganó una pequeña batalla muy cerca de allí, sacudido por el apetito de venganza. Tres golpecitos No hago otra cosa que vaciar mi mente. Miro la hora, repaso mentalmente algunos deberes, observo a la gente que aborda el autobús azul que ronca al otro lado de la calle. Arranca. Allá va mi segunda oportunidad de llegar a la avenida Victoria antes de la 1:30 de la tarde. Lo veo partir hacia mi destino sin mí, mientras espero el Bus Caracas. Los usuarios confiamos en que el servicio de los enormes Yutong, que ya tienen 5 años circulando por la capital, es más seguro. Yo sigo consejo, y me quedo quietecita. Dos elefantes rojos ya pasaron por la estación del bus, pero ambos llegaron cargados de pasajeros amontonados en un manojo de brazos y tetas. Ni siquiera intenté entrar. Suspiro. Examino el paisaje: dos hombres hacen una fogata dentro de una lata escondidos en unos matorrales, un niño con las manos sucias se lleva una chupeta Fresipop a la boca, una pareja de hippies caribeños llega al lugar y todo mundo los mira como si fueran unos bichos de feria, leo el cartel del “Mercado Bolivariano La Hoyada”, justo al frente, y me rio con discreción. No pienso en nada particular. Estoy abstraída, “en lo mío”, cuando siento tres golpecitos, seguidos y acelerados, en mi brazo derecho. ¿Quién me está tocando? Volteo y un chico a mi lado me dice: “Mira a ese que llevan allá”. Entre el desorden de autobuses, gente, vendedores ambulantes de antenas para carros, buhoneros, zombis y otros seres del más allá, dos militares uniformados empujan e insultan a un joven de camisa blanca que tiene las manos atadas. Los tres desaparecen por uno de los pasillos del mercado en la mitad de La Hoyada a la 1:30 pm, sin que nadie note su presencia y su subsiguiente evaporación de este mundo. Ingresa a una zona oscura bajo el techo de zinc del mercadito, una especie de tierra de nadie que tiene pinta de agujero negro, y ahí acaba la historia. El chico que está a mi lado afirma que el joven detenido puede ser un ladrón, que “seguramente lo tenían fichado” porque lo agarraron cuando se bajó del Bus Caracas que estacionó en dirección contraria. ‒¿Sabes la parada de buses de aquí, la de Nuevo Circo? ‒Sí, la que está aquí mismo. ‒¿Sabes que allí hay un quiosco, no? ‒Sí, claro. ‒Y al lado hay un baño, y hay como un espacio ahí muy solo. ‒Ujum ‒Bueno, ahí me robaron. Y esos bichos del quiosco lo saben todo, son unos cómplice’. Esta zona se las trae. Aquí roban todo el tiempo. Así comienza. En menos de 15 minutos ya tengo información sobre su edad, profesión y lugar de residencia. No he hecho ninguna pregunta, todo lo ha soltado solito: que tiene 28 años, trabaja “en la construcción”, y vive en El Cementerio. Él no revela su nombre, y si se le ocurre preguntar el mío yo diré que me llamo Pepita de los palotes. ¿Quién es este muchacho que me da golpecitos en el brazo y me revela su vida? Cuando creí que la cháchara había encontrado un punto muerto, él retomó la historia sobre el día del robo. “Y yo le dije que sí” Me agarraron unos bichos y me quitaron to’. Me dejaron mora’o por aquí (señala las costillas) y yo tenía hasta ganas de llorar. No tenía cómo regresarme a mi casa. Yo en ese momento vivía en La Guaira. Te estoy diciendo que esto fue hace tiempo, hace como 4 años. Bueno… entonces, más abajo, me consigo a otro tipo. “Yo sé quién te robó. Ese es maracucho y no trabaja solo”, me dijo. Y entonces me preguntó: “¿Tú quieres matarlo?”. Y yo le dije que sí. El desquite Al joven le brillan los ojos verdes y gatunos bajo el sol. Está calmado, relajado. Declara sin titubear que mordió el anzuelo al instante. Insiste en que “eso fue hace mucho tiempo”. “Imagínate, yo tenía 24, y era joven, y hacía cosas locas”. Lo miro como si nada. En mi tierra lo llamamos “fingir demencia”. Es la mejor elección ante la posibilidad de reaccionar con un sobresalto, porque el chico ante mí sigue siendo un misterio: puede ser un mal hombre con ganas de asustarme y hacerme daño, o bien puede ser un caso típico de justicieros de la ley del barrio para los que un homicidio es una opción y no un pecado. El hombre que le ofreció las posibilidades de desquitarse con el criminal le prometió que este recibiría su lección tarde o temprano, y le pidió que fuera a La Hoyada todos los días a las 8:00 de la mañana. El entonces joven de 24 años encontró al ladrón al día siguiente. Han pasado 4 años de aquel día, dice el muchacho, y aún se le puede ver la mueca de satisfacción por lo que consideró una gran suerte: su venganza estaba servida 24 horas después de la fechoría. Cuando lo vio solo, sin los hermanos con los que se la pasaba por Nuevo Circo, lo sacó de combate. Supuse que hubo una pelea previa, una escena salvaje de supervivencia y resistencia angustiante, pero el chico evitó los rodeos y se fue directo al clímax, a la victoria. “Y entonces yo le clavé el cuchillo. Y ese hombre cómo sufría, me pedía que no, que no lo hiciera. ¡Pero yo se lo clavé! Y ahí lo dejé. Me llevaron preso, pero me salvé porque uno de los policías era gocho como yo. Claro que los hermanos me estaban esperando, ¡y me dieron coñazo!”. Sólo se me ocurrió preguntarle si el maracucho lo había reconocido. Llegó el Bus Caracas. Al fin. Una señora en silla de ruedas intentaba en vano pasar entre la gente que salía del transporte, como una avalancha de carne y sudor, y la multitud que empujaba en sentido contrario ansiosa de “coronar” un puesto. El joven homicida se ofreció a colaborar. “¡Yo la ayudo señora!”. Me aseguré de que él quedara bien adentro, cubierto de gente en ese autobús de locos, antes de emprender la huida. Rezaba para que no se diera cuenta. Odiaba la idea de que pudiese seguirme con la mirada mientras escapaba, abriéndome paso entre la gente con gesto inexpresivo. Una total póker face. Tomé el bus azul al otro lado de la calle. Me atreví a volver la mirada hacia la estación, para comprobar que el chico se había ido. Me dejé caer sobre el asiento de metal como un globo desinflado, hasta que un adolescente de gorra blanca saltó los torniquetes del bus hacia el pasillo. “Buenas taldes, mire mi gente yo no quiero molestar. Por aquí tenemos los caramelos de coco. Dos por cien, cinco en doscientos. Mire que yo trabajo humildemente y no vengo aquí a pedirle su celular, ni su caltera. No se me asusten”. “Ahora, Dios mío”, me dije mentalmente, “protégeme en este viaje”. |
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Mayo 2020
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