Conoció un Cancún sin sol. El mar abierto, azul y alegre de los folletos, de las fotografías del álbum familiar de su madre -perfectamente conservadas-, de los wallpapers que llegó a divisar en cada computadora de las oficinas de turismo, esa fuerza caliente y latina que había soñado conquistar de un salto ciego al agua, se cerraba hacia sus profundidades y escupía espuma como un toro bravo.
El único consuelo que le quedaba desaparecía bajo una nube gris. Su natal Toronto parecía más reconfortante que el abrazo del tequila en su garganta en esa hora aciaga, hasta que recordó que allá había dejado sus miedos. ¡Peor! Cuando los creyó distantes los vio asomarse en el medio de su pecho. No era tonta. Estaba segura de que algunas trazas de su aguda celopatía se transportarían en los espacios más suaves y flexibles de su cerebro, pero contaba con el sol azteca para quemarlas vivas. Sin sol y alimentados por la angustia, cada pedazo de locura germinó en su organismo y la teoría de una traición se tejía tan rápido como la trama de una novela predecible. Su única certeza: Enrique y Cecilia estarían solos una semana. El editor de Gusto's contaba con su presencia en el Festival México Gourmet y no tenía más opción que la de aceptar porque, además, era una adicta a la rumba latina atrapada en una gélida cosmopolita canadiense. ¿Cómo decirle "no" a su soñada Cancún? ¿Cómo decirle "no" a Cecilia? Imaginó a la diva española parada frente a la puerta de su casa -"de nuestra casa", se corrigió rápidamente, para aferrarse a su relación con Enrique como un hecho inalterable-. En su delirio, la imaginó con un vestido rojo. Enrique abría la puerta, le daba una cálida bienvenida y sentía una corriente agradable por el espinazo, como si supiera que algo bueno se avecinaba. Hablarían sobre literatura holandesa. Él serviría dos copas de tinto de verano, y ambos se reirían de la vida como si la compartieran diariamente. Enrique insistiría: "Qué bella te has puesto estos cinco años de ausencia Cecilia". Ella lo miraría de reojo e interpretaría el halago como una invitación para acercarse más... "¡Basta!", dijo. Encontró, en un repentino regreso a la realidad, la voluntad suficiente para frenar el tren. Continuar viviendo en su cabeza era una experiencia muy cercana a la muerte. Por dentro podía sentir una rabia aguantándose como un hombre lobo al toque de la luna llena. Y, como en los cuentos de fantasía, si dejaba salir a la bestia los siguientes minutos estarían destinados a un caos irreversible. Eran las 3:00 p.m. y la tarde descendía sobre unas palmeras tristes, con un gris azulado que no prometía cambios en el clima. Comprendió que si no hacía algo rápido, si no encontraba una salida, volvería a enterrarse en su propia cabeza. La soledad, que se constituye de las múltiples presencias del miedo, se le arrimaba en una lenta danza. Se arregló un poco y tomó el ascensor hasta el bar, confiada de la recarga anímica que podría brindarle un poco de aire fresco, parloteo vanidoso, y coqueteo sano. Sentado frente a la barra y haciéndole ojitos a la morena que le atendía, Peter Scott, de Radio Herns, pedía un gin tonic. Ella pensó que no lo vería nunca más, por lo que la idea de acercarse a charlar le animó de forma insospechada. Sus caminos se separaron de tal modo que creyó imposible un encuentro en el futuro próximo. Ni siquiera se había tomado la molestia de teclear su nombre en Facebook, o de ponerlo a prueba en la barra de búsqueda de Google. Peter era un viejo amigo, un crush transitorio durante su estadía en París. En esos tiempos ella estudiaba literatura, y estaban encantados con la idea de mudarse a Argentina. Compartían sus dudas sobre la genialidad de Shakespeare y sus gustos por el sexo tántrico. Ahora, con cada paso hacia el reencuentro, podía advertir cual revelación divina el tránsito impredecible del tiempo. Veinte años después, ella era una reconocida blogger de gastronomía exótica y él tenía un programa sobre cine latinoamericano en una radio francesa. Decidió cambiarse. Recordó que tenía un vestido rojo. Peter seguía bajo la pintoresca choza junto a la piscina cuando ella regresó y pidió un Sex on the beach. Le hubiera gustado pedir un tinto de verano, pero no consideró una apuesta razonable a 30°C. Pensó que, probablemente, Enrique estaría muy ocupado como para pensar en ella. Y ella decidió ocuparse también en no pensar en él. Me escondo
de la ola de clones que me atan a sus miedos, de la marea viva de nervios. |
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Mayo 2020
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BLOGSPOT Indira RojasPeriodista | Caracas, Venezuela Todos los textos publicados en este blog están protegidos por derecho de autor.
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