Me duele la cabeza. Los síntomas se repiten cada tarde, a eso de 4:00 pm. Podría decir que es una pesadez que empieza en el lado izquierdo de la testa y que se propaga como un latido largo por el resto de la azotea. Se siente como si algo presionara mi cerebro contra el vacío, dejándome en un estado de sopor que me produce fastidio y cansancio. Todo lo que me rodea también colapsa. Una rata del tamaño de un gato, con la cola rosada y repugnante como una lombriz, se mueve sin hacer ruido entre los rieles de la estación Altamira. Un tren vacío pasa frente a nuestras narices y desaparece sin pena ni gloria, mientras el hombre calvo que está detrás de mí susurra una maldición ancestral: “¡Coño de la madre!”. El calor humano que irradia cada pasajero convive con la fría actitud del salvajismo caraqueño (que también se dispara a eso de las 4:00 pm). El Metro de Caracas pone a prueba mi paciencia, y, aunque intento poner resistencia, me uno al circo hostil de la “vida de la calle”, de la desazón colectiva, de la indiferencia sin consecuencias. En resumen: salgo del trabajo y regreso a casa con la conciencia anulada, respirando como un ogro en el medio de una multitud que huele a esmog y a colonia de bebé. Al no poder sentir lo que ocurre a mi alrededor (volvemos al dolor de cabeza), siento lo que llevo dentro: unas ansias locas de llegar a mi cama. Me apoyo en las puertas del metro, de textura pegajosa por el sudor de miles de huellas dactilares. En verdad, no me importa. Entonces, una mujer pide dinero. ¿Qué dice? No le entiendo bien. La veo por un instante. Procuro que no sienta mi mirada curiosa contemplando su cabello rojo y su rostro joven pervertido por la pobreza. Me siento culpable por evitarla, por escudriñar en sus quejas y no tener la voluntad suficiente para aportar algo sin dudar. ¿Qué dice? ¿Será cierto lo que dice? Pide comida. Entonces, llora. Soy una más de esos que intentan no levantar la vista, que actúan como sordos y se esconden en sus libros de autoayuda, en sus revistas de pasatiempos y en las canciones de su iPod tapa amarilla. Una mujer, sentada frente a mí, finge una falsa concentración mientras se lima las uñas. Hacemos un breve contacto visual. Todos miramos al que tenemos al lado, para comprobar que no somos los únicos en el terrible ejercicio de ignorar a la joven mujer que llora porque no ha comido, que lleva a una niña (que también llora) cargada sobre los hombros y a un niño tomado de la mano. Somos todos unos cobardes. Estamos todos decepcionados, pero no nos queremos sentir culpables ni malas personas. Entonces, me dan ganas de llorar. Y no, no miento. Hay una cosa que se quiebra, uno siente cómo la energía baja del pecho a los pies y no quedan ganas ni de tomarse una birra el viernes por la noche, ni de llegar a casa a comerse una arepa, ni de ponerse a escribir intensidades en el blog, ni de contarle a mamá cómo estuvo el día. Antes era fácil convencerse de que la mendicidad era el resultado de una serie de malas decisiones: “Ella está ahí y es sólo su culpa”. ¿Será cierto hoy lo que nos decían nuestros padres? Ella, a quien por alguna razón decidí llamar Jean (tal vez por su cabello rojo, como el de Jean Grey de X-MEN) es la quinta persona que se sube al vagón para pedir lo que sea y está dispuesta a aceptar lo que venga. Y es la tercera mujer que veo circular entre la multitud, atravesando como un fantasma los cuerpos amalgamados dentro del tren mientras expone sus desgracias. Ya con las defensas en cero y la paranoia a mil, salgo al encuentro de la solitaria cuadra entre la estación Parque Carabobo y la sede del Ministerio Público. Aquí vamos. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. En el camino, veo a una mujer con un niño vestido de uniforme preescolar registrando la basura que los restaurantes de La Candelaria depositan en cajas y bolsas en las aceras, procurando dejar los restos de la jornada en un estado más o menos presentable para quienes se quedaron sin opciones. En un país con hiperinflación, empleos mal pagados y escasez de alimentos, no quedan opciones. Unos tenemos la dicha de llegar a casa y encontrar a mamá cocinando una tortilla de espinacas y salchichas. Otros no. Y hay que vivir con eso o volverse locos. La plenitud que uno cree sostener en su mundo de oportunidades se va por el agujero negro de la cotidianidad. No soy de las que vive en una burbuja. En verdad, creo que son muy pocos los que ignoran que afuera la gente tiene hambre pareja y se está muriendo. Si lo ignoran, es porque han decidido poner la realidad a un lado, aunque esta les salga al paso con frecuencia. Y eso es otra historia. De todas maneras, ¿ese es el verdadero debate? No. ¡No me joda hombre! Estoy lastimada y esto no sana. Ya no quiero saber de conversaciones sobre el amor patrio, o si es herejía aborrecer a Venezuela en los post de Facebook, o si El Ávila produce melancolía o si es una cursilería para crear apegos, o si Maduro es o no colombiano, o si Caracas es o no bonita, o si hay que ser optimista como Baute, o si todo está perdido y se fue a la mierda. Ni se diga de los “debates” que pretenden calificar a los que se van y a los que se quedan, y que generan una increíble presión social sobre la gran meta del año: IRSE. Bla, bla, bla. No se trata de la selfie en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía en Instagram ni de la fotografía en la prensa nacional de una madre llorando en la morgue. Simplemente las cosas no están bien. La frustración dejó de ser un mal presagio para convertirse en el escalón final de una batalla personal por la supervivencia. |
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Mayo 2020
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BLOGSPOT Indira RojasPeriodista | Caracas, Venezuela Todos los textos publicados en este blog están protegidos por derecho de autor.
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